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miércoles, 3 de abril de 2013

Miedo a hablar, a quejarse, a levantar la voz y decir que las cosas no funcionan


Cuentos de la Yuma (Intro)


Andreina Balcón Havana (800x669)

No hay escapatoria posible contra esas ideas que se le incrustan a uno en el cerebro y no dejan de hacer ruido hasta que se vuelven realidad. Así me pasó a mí con Cuba.

Hace aproximadamente cuatro años, se me metió en la cabeza esa extraña necesidad de tomar un avión a La Habana a conocer por mí misma cómo funcionaban las cosas. Yo quería forjarme mi propia opinión sobre “el mar de la felicidad”; quería ir a Cuba a verla de cerca, a respirarla, a tocarla con mis manos  y decir – sin influencias ajenas – si me gustaba o no.

Finalmente aterricé en Cuba la semana pasada. Y apenas pisé su suelo, me gané el título de “yuma”, la palabra de calle para definir a los extranjeros. Esa soy yo: una chica que pudiera tener rasgos cubanos pero que usa ropa diferente y habla con un acento menos tropical. La que carga la cámara colgada al cuello y se fija en todo.

En este viaje, me quito el chaleco de periodista, me pongo los zapatos de goma y me dedico a caminar, a ver, a escuchar. Nada de lo que pienso relatar a partir de aquí pretende enarbolar la bandera de la rigurosidad periodística. Al contrario, me habría gustado ser una espectadora pasiva y no sentir este ardor de contar historias. Ser una holandesa de esas que se maravillan por caminar en la Habana Vieja y admiran que los carros de los años 50 – los llamado “almendrones”  -  todavía rueden por sus calles. O una noruega que se pasea en short y dice “Oh! Beautiful buildings!” sin advertir que son casas viejas que se están derrumbando con familias completas adentro.

En honor a la verdad, durante esta semana no he sido ni turista ni periodista. Soy una mujer corriente que desperdició sus días libres en recorrer un sitio que terminó siendo un potente depresivo.

Una ciudad derruida, como si la segunda guerra mundial le hubiese pasado por encima sin enterarse nunca de que existió un Plan Marshall. Una población mayormente conformista, que miente todo el tiempo, que busca sacarle algún peso convertible a los turistas para resolver esas necesidades básicas que en otras latitudes asumimos tranquilamente  como  cubiertas. Un champú, un paquete de toallas sanitarias o un desodorante resultan ser verdaderos tesoros en esa locura económica donde la moneda extranjera es la que manda.

Como dice el cantante cubano Frank Delgado: “Lo bueno de Cuba siempre algo verde te cuesta”.

Nunca había visto yo a un mendigo pidiendo un jabón en la calle. ¿Un jabón?

Nunca había visto yo la prostitución tan de cerca y tan abundante. Cierto que las jineteras siempre han sido parte de la leyenda cubana que todos hemos oído pero – en mi ingenua cabecita – pensaba que había que ir a buscarlas. No hace falta. Están allí, en la esquina de mi hotel, en la calle de enfrente, en el malecón,  en la rampa. Donde quieras.  Habría podido pasar una noche intensa con un cubano por diez dólares.  O con dos por veinte.  Ni hablar de la prostitución infantil…

Un país donde la internet es un lujo carísimo y de muy mala calidad. Donde las comunicaciones fallan, donde la gente sólo ve los medios del estado y tiene pocas voces independientes para informarse, si es que se atreve a buscar información alternativa.

Porque, más allá de todas esas carencias, la huella que realmente me queda impresa en la piel es que Cuba es el país del miedo. Miedo a hablar, a quejarse, a levantar la voz y decir que las cosas no funcionan. Miedo a gritar que la libreta de racionamiento no alcanza, que el sabor de la carne de res ya se les olvidó porque no la pueden pagar. Miedo a decir que un poquito de leche en el café estaría bien pero que sólo se consigue en pesos convertibles, en dólares.

Miedo a decir que Fidel se equivocó, que esa revolución es un fraude que sólo le ha traído miseria y represión a sus ciudadanos.  Y no los culpo. Gritar “¡Abajo Fidel!” puede valer la cárcel por el cargo de atentado a la autoridad. Y ese es sólo uno entre muchos otros “delitos”.

Yo también regresé con miedo. Y con tristeza.

Tristeza de ver cómo un país se deja aplastar por una dictadura que lo ha dejado en ruinas. Y más tristeza aún de ver que  los gobernantes de mi propio país idolatran este sistema y aplauden con fervor izquierdista un montón de ideas retrógradas. Tristeza de escuchar el himno cubano en cadena nacional de radio y televisión de Venezuela y de soportar loas a Fidel Castro, como un cristo que ha nacido para liberar pueblos.

Con esa espinita que duele, comienzo a contar mis recorridos desde la mirada “yuma”,  alguien que no descifra completamente los códigos de una Cuba compleja pero que sabe reconocer cuando las cosas no están bien.

Sean bienvenidos.