'Como
bien sabía Castro, un atentado coloca a un político en posición
inexpugnable, y un baño de pueblo deja al corrupto más limpio que una
conciencia falsa.'
Es posible que desde hace un siglo los argentinos estuvieran preparados para tragarse el cuento del atentado a Cristina Fernández de Kirchner. Recordemos que por la rama patriarcal, el santo patrón de nuestros vecinos australes es nada menos que Che Guevara,
mientras que por la matriarcal cuentan con el cadáver incorruptible de
una rubia oxigenada conocida en los teatros de Broadway como Evita.
Cristina Fernández es el producto del sincretismo de ambos ramales del filisteísmo porteño,
por lo que resulta completamente natural que, a la muerte de Néstor
Kirchner, los argentinos eligieran a su consorte para dirigir el país de
Silvina Ocampo y Bartolomé Mitre.
Fue así que se consagraron a ella con la misma pasión con que los
napolitanos se entregaron al culto de Maradona, pues, pensándolo bien,
¿no fue Fidel Castro una especie de Carlos V para los argentinos? Jorge
Ricardo Masetti, Aleida Guevara March y Léon Rozitchner están ahí para
confirmarlo.
Añádase al cóctel mólotov la asunción milagrosa de Bergoglio
al asiento de san Pedro en Roma, y tendremos una idea aproximada de los
portentos históricos que conducen a La Recoleta y a un homicida
brasileño (con imprescindible tatuaje nazi y conexiones a grupos de
extrema derecha) que apunta una Bersa a la cara de concreto de la
viceregente vitalicia.
Que la valiente Jeanine Añez languideciera en el penitenciario de Miraflores, mientras Cristina viajaba a la Havanna por sus alfajores políticos, habla volúmenes acerca de la catadura moral de Nuestra América. La tarde que Cristina salió a cenar rodeada de guardaespaldas,
Bárbara, una cubana de 25 años, despertaba de varios días en coma en un
hospital de Miami. "Salimos para acá de madrugada 15 personas. Nos
montamos en la lancha, y como a las 10:30 de la noche se rompió".
De los 15 balseros que acompañaban a Bárbara, cinco desaparecieron en
el mar. Era solo un caso entre decenas de miles, pero esas cinco
desapariciones seguramente hubieran creado una crisis de gobernanza en
cualquier nación que se respete, y merecían, al menos, un Mea Cuba.
Los argentinos, plañideras de su vieja dictadura, aún nos deben el
llanto por la muerte cívica de millones de cubanos provocada por la
arrogancia de uno de los suyos, el peor de todos. En cambio, sus más recientes esfuerzos solidarios estaban dirigidos a evitarle, a toda costa, un juicio por corrupción a Cristina, sin calcular que las veleidades políticas argentinas corrompen, tanto hoy como ayer, a todo el continente.
El mismo sistema judicial argentino, y no la politicastra arropada en
la mortaja de Evita, terminó en el banquillo de los acusados. Eso es Argentina, aunque pueda ser muchas otras cosas extraordinarias. ¿Llorará Argentina algún día por nosotros? ¿Qué latinoamericano podrá confiar jamás en ella? Los nicaragüenses, los venezolanos, los cubanos, ¿pueden esperar apoyo de un papa que apaña a Cristina Fernández, o de un compadrito con banda presidencial que el 11J se solidarizó con Raúl Castro?
Pero el sincretismo porteño no se agota, ni mucho menos, en el
centauro Evita-Guevara, sino que incluye las prácticas fraudulentas de
dos sistemas políticos en pugna. De los yanquis, la clase política
argentina ha aprendido a crear un evento mediático que cambie el curso
de los acontecimientos: una redada, un atentado, un suicidio, sirven
para desviar la atención del público, alterar el sentido común y
enmarañar un veredicto.
El proceso contra Cristina es el calco del caso judicial de Hillary Clinton,
quien, después de borrar 30.000 correos electrónicos de cuatro memorias
federales y escapar al escrutinio, reaparece, rozagante y reimaginada,
en una nueva serie de Apple TV+ llamada Gutsy (Valiente) ayuntada con su hija, la muchacha sin cualidades que el complejo corporativo-ideológico ha transformado en superestrella. ¿Por qué no iba a ser Cristina reinvindicada por Univisión?
En cuanto a los atentados, ¿no existe el ejemplo clásico de los 638 Ways to Kill Castro?
Los beneficios de hacerse la víctima son una lección esencialmente
castrista: en momentos de crisis política, no hay nada como un
pistoletazo de utilería. Los argentinos amantes de la democracia han
sido testigos de un evento Antonio Tejero, aunque no se enteraran. Como
en aquel asalto a las Cortes españolas de 1981, Cristina
Fernández se valió de un jenízaro blandiendo una fuca con la intención
expresa de apabullar las instituciones democráticas.
Lo mismo que había hecho Juan Domingo Perón en 1945, con su discurso
de balcón kirchnerista, y Che Guevara en La Cabaña, en el año fatídico
de 1959. Pero los tiempos han cambiado y hoy es posible contratar a un
actor en una agencia de extras. Como bien sabía Castro, un atentado
coloca a un político en posición inexpugnable, y un baño de pueblo deja
al corrupto más limpio que una conciencia falsa.
Cautelosamente, los mandatarios y candidatos de la región condenaron
el hecho, cerrando un anillo de hipocresía en torno a uno de los suyos.
Así logramos explicarnos los misteriosos viajes de Cristina a la Havanna y las vacaciones caribeñas de su hija alcahueta como el efecto diferido del vampirismo castrista en otra de las desdoradas, de las mediatizadas repúblicas de Nuestra América.
Tomado de: https://diariodecuba.com/internacional/1662308301_42024.html