twiteros cubanos libres

sábado, 10 de marzo de 2012

Mario


Mario se fue de Cuba con diez centavos en el bolsillo. Eran las normas de la aduana nacional en 1963 con los que habían decidido marcharse del país. Una muda extra de ropa y diez centavos para hacer un par de llamadas por teléfono desde el lugar de destino. Era esa la medida exacta de la generosidad de la Revolución para los que la despreciaban. No más dinero, ni ropa, ni objetos familiares. Ni siquiera los anillos de compromiso. Así salió con su esposa americana y sus dos hijos pequeños. Dueño de una joyería había recibido el triunfo de la Revolución con el entusiasmo del que ve un buen pretexto para salir de parranda pero luego había visto cómo su antigua vida, una vida alegre y despreocupada por casi todo, incluso por quién se encontraba en el poder en ese momento se fue erosionando hasta desaparecer. La esposa americana aclimatada al país al punto en que era imposible distinguirle cualquier acento extraño ya no podía hacer los mandados sin que el mero hecho de pararse en una cola no se convirtiera en un acto de repudio al grito de “¡Cuba sí, Yankis no!”

El primer año en los Estados Unidos Mario estuvo en shock, sentado en un sofá, con la vista perdida, sin ánimos para inventarse una nueva vida. Vivían del sueldo de la mujer que a la madrugada que siguió a su llegada a Nueva York consiguió trabajo en una compañía de teléfonos. Fue así hasta que un amigo lo llamó para que lo ayudara en el negocio. Mario reaccionó como quien acaba de despertarse y desentumeció sus músculos de hombre de negocios para empezar una nueva vida a sus casi cuarenta años. Con el tiempo fundó negocios, compró y vendió propiedades, recorrió todo el mundo habitable unas cuantas veces, abrió oficina en la calle 47, en el famoso Diamond District de Nueva York, por donde entonces circulaba el 70% del mercado mundial de brillantes. No le guardaba rencor al castrismo, apenas un desprecio elemental por haber llevado un país próspero a la ruina. Incluso decía agradecerle a Fidel Castro el haberlo obligado a salir de su provinciana vida habanera y obligado a conocer mundo. El asunto del rencor se lo dejaba a la mujer quien podía perdonarle todo al castrismo menos no haberle permitido sacar del país las fotos de sus hijos. Todavía, cuando décadas más tarde evocaba la noche anterior a su salida de Cuba, la noche en que tuvo que quemar el album familiar entre lágrimas en el patio de su casa, la voz le temblaba de rabia.

Mario no tenía buena opinión de la humanidad. “El humano, eso es lo peor que hay” decía como si esa hubiese la suma del saber que había conseguido alcanzar en su larga vida. Sin embargo esa convicción no le impidió dedicarse a ayudar a todo el que pudiera como quien se resigna a una debilidad especialmente vergonzosa. Su bondad y generosidad las practicaba, por tanto, con el ceño fruncido, como si no se perdonara actuar de un modo contrario a su más profundo credo, como para disuadir de antemano a cualquiera que se atreviese a sugerir que lo hacía porque en el fondo y hasta en la superficie, enmascarada tras una mueca de disgusto, era bueno. Fue así que ayudó a salir de Cuba y a asentarse fuera de ella a medio centenar de personas, y se sorprendía sinceramente si recibía a cambio alguna muestra de gratitud. Aunque su consigna vital fuera “piensa mal y acertarás” y la noción del mejoramiento de la raza humana le parecía una de las ideas más ridículas que pudieran concebirse le parecía repulsivo que hubiese gente condenada a vivir en el infierno.

Fueron él y su esposa quienes nos recibieron en el aeropuerto JFK hace casi quince años. Quienes nos tuvieron en su casa de ventanales que enmarcaban a toda la isla de Manhattan durante el mes que nos tomó encontrar un alquiler mientras accedíamos a esa nueva vida como alguien que ha nacido en una cápsula espacial se adapta a la fuerza de gravedad. “Marielito” me decía cuando por accidente le disparaba las alarmas de su casa para calificar y justificar de algún modo mi infinita torpeza. “Marielito” me dijo desde la cama del hospital mientras salía de las nieblas de un coma para hacerme saber que todavía era capaz de reconocerme. Hoy amanecí con la noticia de su muerte. La acogí con el mismo alivio con que asumo que debió aceptarla un cuerpo demasiado maltratado en los últimos meses por dolencias que no se habían atrevido a molestarlo durante ochenta y siete años de vida plena y buena. Lo inaceptable es saber que su muerte no vino sola sino que vendrá acompañada de un vacío que duele nada más que imaginarlo. Y a esa traición le correspondo con otra que es la de dejar claro que no obstante todos los honestos esfuerzos que hizo para no enterarse de su bondad quien murió anoche fue un hombre bueno. 

0 comentarios:

Publicar un comentario