El equipo de béisbol de la capital de los cubanos, Industriales, está entre los cuatro semifinalistas que disputan en Play off el campeonato de la 51 Serie Nacional. El deporte espectáculo repleta los estadios de seguidores y policías. Los narradores de esos eventos siempre destacan la cuantía aproximada de los fanáticos, pero nunca comentan la exagerada presencia de los agentes del orden y mucho menos la cantidad.
Una periodista de la televisión cubana se refirió hace poco al juego de pelota revolucionario como “el deporte libre frente al esclavo”, en comparación con el que se practicaba en Cuba antes de 1959. La supuesta “libertad deportiva” le ha costado a nuestros peloteros que el estado “los viaje” según sus intereses y la confiabilidad política de los atletas (para que no “tracionen” al quedarse en el extranjero), que no puedan jugar en las ligas profesionales —no solo en las de latinoamérica o de “países hermanos” como Venezuela— y que estén financieramente desprovistos como casi toda la sociedad. A la mayoría de los que se destacan por su alto rendimiento deportivo los involucran en diferentes actividades políticas para comprometerlos con el sistema. Como no cuentan con recursos, el estado les da una casa y un carro como un gesto gubernamental o partidista, los llevan al parlamento cubano o son “elegidos por el pueblo” —casualmente— para integrar alguna entidad política local, municipal o provincial.
El pasatiempo nacional pudiera tener más quilates todavía si no fuera por la evidente supervisión y vigilancia del gobierno. Una asesoría partidista dirigida a “moderar la presión” que pudiera suscitarse en la fanaticada presente en los estadios, politiza subrepticiamente y desazona la lógica rivalidad competitiva para evitar una riña tumultuaria de insospechada magnitud. Nos sorprende cómo los directores de cada equipo hablan en las entrevistas del “aguerrido” contrario —como si se tratara de soldados o practicantes de una disciplina de lucha— y cuánto elogian a sus oponentes en general. También escuchamos las “palabras” y comparecencias de algún dirigente partidista o de la Comisión de Béisbol, la reiterativa alusión de los narradores a que “todos somos cubanos” —acompañadas por imágenes televisivas de torneos internacionales en los que jugadores de diferentes regiones de Cuba que nos han representado, nos regalaron momentos sensacionales—, los comentarios de que los directores fulano y mengano son amigos fuera del terreno, etc. Pero los que “se llevan la mala” son los árbitros. Hasta hace poco me cuestionaba por qué se equivocaban tanto. Me indignaba que no estuvieran a la altura del béisbol que se juega en nuestro país y de la calidad de sus protagonistas. Resulta exasperante verlos equivocarse ‘alternativamente’ a favor de unos y otros. Ahora pienso que tienen la misión de compensar cada ‘jugada cantada’ que haya sido apretada o errática con la decisión posterior que favorezca al adversario para compensar a los hinchas y jugadores de ambas novenas. Son las costuras policiales de una pelota que se reinventó en Cuba después de 1959 y cuyos árbitros supremos todo lo supervisan y manipulan, con lo que denotan que el llamado «béisbol revolucionario» permanece en los calabozos mentales de un modelo en el que todos estamos sujetos al juego sucio de un grupo en pro de su bienestar.
Una periodista de la televisión cubana se refirió hace poco al juego de pelota revolucionario como “el deporte libre frente al esclavo”, en comparación con el que se practicaba en Cuba antes de 1959. La supuesta “libertad deportiva” le ha costado a nuestros peloteros que el estado “los viaje” según sus intereses y la confiabilidad política de los atletas (para que no “tracionen” al quedarse en el extranjero), que no puedan jugar en las ligas profesionales —no solo en las de latinoamérica o de “países hermanos” como Venezuela— y que estén financieramente desprovistos como casi toda la sociedad. A la mayoría de los que se destacan por su alto rendimiento deportivo los involucran en diferentes actividades políticas para comprometerlos con el sistema. Como no cuentan con recursos, el estado les da una casa y un carro como un gesto gubernamental o partidista, los llevan al parlamento cubano o son “elegidos por el pueblo” —casualmente— para integrar alguna entidad política local, municipal o provincial.
El pasatiempo nacional pudiera tener más quilates todavía si no fuera por la evidente supervisión y vigilancia del gobierno. Una asesoría partidista dirigida a “moderar la presión” que pudiera suscitarse en la fanaticada presente en los estadios, politiza subrepticiamente y desazona la lógica rivalidad competitiva para evitar una riña tumultuaria de insospechada magnitud. Nos sorprende cómo los directores de cada equipo hablan en las entrevistas del “aguerrido” contrario —como si se tratara de soldados o practicantes de una disciplina de lucha— y cuánto elogian a sus oponentes en general. También escuchamos las “palabras” y comparecencias de algún dirigente partidista o de la Comisión de Béisbol, la reiterativa alusión de los narradores a que “todos somos cubanos” —acompañadas por imágenes televisivas de torneos internacionales en los que jugadores de diferentes regiones de Cuba que nos han representado, nos regalaron momentos sensacionales—, los comentarios de que los directores fulano y mengano son amigos fuera del terreno, etc. Pero los que “se llevan la mala” son los árbitros. Hasta hace poco me cuestionaba por qué se equivocaban tanto. Me indignaba que no estuvieran a la altura del béisbol que se juega en nuestro país y de la calidad de sus protagonistas. Resulta exasperante verlos equivocarse ‘alternativamente’ a favor de unos y otros. Ahora pienso que tienen la misión de compensar cada ‘jugada cantada’ que haya sido apretada o errática con la decisión posterior que favorezca al adversario para compensar a los hinchas y jugadores de ambas novenas. Son las costuras policiales de una pelota que se reinventó en Cuba después de 1959 y cuyos árbitros supremos todo lo supervisan y manipulan, con lo que denotan que el llamado «béisbol revolucionario» permanece en los calabozos mentales de un modelo en el que todos estamos sujetos al juego sucio de un grupo en pro de su bienestar.