Los progres de toda laya y condición se sienten interpelados en lo más profundo cada vez que se produce una noticia importante en la Iglesia Católica. Es natural, siendo el progresismo una secta destructiva que intenta acabar con la Iglesia no para erradicarla, sino para sustituirla.
Los progres tienen sus dogmas, sus clérigos, su martirologio, sus festividades y hasta sus herejías, que combaten con saña inigualable, como sabe bien cualquiera que haya osado contradecir a los archimandritas oficiales desde dentro del tinglado. Por eso la renuncia sin previo aviso del papa Benedicto XVI les ha dejado descolocados, de manera que ahí siguen, cuarenta y ocho horas después del anuncio del Sumo Pontífice, diciendo melonadas, a cuál más contradictoria con su propia línea tradicional de pensamiento (por llamarlo de alguna manera).
A tenor de las inmundicias que han vertido sobre Benedicto XVI desde el mismo momento en que fue elegido, deberían andar todos felicitándose por perderlo de vista sin más. En cambio, los órganos del progresismo no dejan de publicar análisis, a cuál más disparatado, sobre las hipotéticas conjuras (ultraconservadoras, por supuesto) que han obligado a Ratzinger a abandonar el trono de Pedro en lugar de seguir al frente de la Iglesia mientras que Dios o el grupo Prisa no dispongan lo contrario. Le afean que renuncie aludiendo a motivos de salud, cuando a Juan Pablo II lo atacaron sin tasa precisamente por aferrarse a la cruz de su deterioro físico hasta el final.
Pero lo mejor de todo, lo que nos da la verdadera medida de la solvencia intelectual de estos ateos meapilas, es que sostengan que el Papa es un ultraconservador y que, al mismo tiempo, abandona el cargo por una confabulación ultramontana. En otras palabras, que Ratzinger se ha dado un golpe de estado a sí mismo, suceso inédito hasta en las dictaduras más cochambrosas que en el mundo han sido, incluida la cubana.
Pero las contradicciones del integrismo progresista a cuenta de la renuncia del Papa no acaban ahí. Lejos de ello, los voceros mediáticos de la secta sostienen de forma unánime el mantra ya muy ajado de que la Iglesia tiene que “democratizarse”. Vamos, que Ratzinger debería convocar unas primarias para elegir candidato, en las que pudieran votar José Bono y el resto de herejes que solían abrevar kalimotxo bendito en la parroquia roja de Vallecas. Piden “democracia” en el Vaticano pero no en Cuba, cuyo régimen les parece en cambio un dechado de virtudes políticas y libertades ciudadanas. Acusan a la Iglesia Católica de ser radical, pero en cambio el islam les parece una religión enriquecedora, pacífica y, sobre todo, muy avanzada.
En definitiva, siguen haciendo el ridículo con una tenacidad sólo reservada a los progres patanegra. Y todo por no haber comprendido aún que a los católicos nos importa una higa su opinión sobre la Iglesia. Y al Papa, al presente y al futuro, como mínimo dos.
Pablo Molina
Libertad Digital
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