Por Martín Guevara
Martín Guevara, sobrino del Che, relata cómo recibió un trato de elite -muy alejado de los ideales igualitarios pregonados por el castrismo- mientras estaba exiliado en la isla
Lo que sigue es un relato sobre aquellos años pasados por el autor en La Habana, a mediados de los 70, con su madre y sus hermanos, ya que su padre, Juan Martín, hermano menor de Ernesto Guevara, regresó a Buenos Aires luego de poner a salvo a su familia y fue detenido, permaneciendo en prisión durante todo el Proceso militar.
En el Hotel había varios cabecillas de organizaciones revolucionarias a nivel mundial cuyos hijos terminaban formando una pandilla, pero ninguno tan perfecto como Ronnie, a excepción de Fernando y por supuesto de mí. Pasábamos el día molestando a la mayor cantidad posible de personas, ya fuese tirándoles grampas con hondas desde el segundo piso al lobby a los que se sentaban a disfrutar de la lectura de un plomizo Granma aderezado con el aire acondicionado, o les lanzábamos limones desde la parte trasera de la piscina a la calle, o huevos desde el piso 21 para que se llevasen un buen susto mientras debían regresar a sus casas a cambiarse la ropa salpicada de yema.
Ronnie vivía
también en aquel edificio de 25 plantas, el Hotel Habana Libre, en el piso 19, yo en el 21. Mis
hermanos y mi madre ocupábamos dos habitaciones desde las cuales se veía el Hotel Nacional, el edificio Foxa y el Someillán, daban al mar, en una tercera que daba a la otra cara de la ciudad, mostrando el barrio de El Vedado noqueado por la Revolución, dormía mi abuela. Ronnie era hijo de Huey Newton (foto), quien fuera cofundador de los Panteras Negras norteamericanos, una agrupación del poder negro de moda por aquellos años convulsos, ellos estaban exiliados como nosotros.
También rompíamos la paciencia saltando de balcón en balcón y lanzando lo que fuese que encontrásemos secándose sobre los sillones de paja y cobre, pantalones, camisas, ropa interior o caracoles cobos y aguas vivas como los que atesoraba aquel ruso, que un día me descubrió tras haber lanzado sus preciados moluscos desde el piso 21 al tercero sólo para verlos haciéndose añicos, formando un lío de proporciones que alcanzó al Administrador del hotel, a la milicia y a mis mayores.
Carlitos Cecilia vivía cerca del parque la Pera, a más o menos un kilómetro del hotel y muy cerca de la Anexa a la Universidad, la escuela Felipe Poey donde ambos estudiábamos. Éramos compañeros inseparables en el aula y mientras duraban los paseos por la calle, una vez entraba al Hotel la realidad cambiaba, mudaba hasta el tono de la voz, levemente retornaba hacia lo que quedaba ya de argentinidad en aquellas consonantes sostenidas y vocales abiertas. Eran otros los amigos, los juegos también, todo ello había nacido de la perversa orden dada por la administración de que al hotel no podía entrar ningún cubano, ningún niño amigo de la escuela podía subir a las habitaciones, a menos que fuese familiar de un alto dirigente, y aún así precisaban un pase. La administración tenía orden de que los de afuera no pasasen de solamente sospechar los privilegios que disfrutaban los de adentro.
Esta ordenanza me ayudó a desarrollar una doble vida, como Mr. Hyde y el doctor Jekyll. Mientras afuera del hotel iba creciendo a pasos ligeros y convirtiéndome en el justiciero de mis amigos y un habanero más, dentro me transformaba en un eterno crío travieso que sólo pensaba en importunar y divertirse de manera compulsiva con los demás exiliados.
Durante medio año que estuve faltando cada tarde a las clases de séptimo grado en la Felipe Poey, iba primero a su casa y nos dedicábamos a cocinar tortillas con lo que hubiese en la alacena, el padre era militar y conseguía latas de cosas que con la libreta no se conseguían, así que contábamos con cierta variedad de ingredientes. Por supuesto todo era limitado y un día la madre pegó el grito en cielo, y Carlitos les tuvo que decir lo que hacíamos aunque se echó la culpa a sí mismo garantizándose un buen castigo, cuando en realidad el instigador de las faltas a clase y las prácticas culinarias era siempre yo.
No trascendió al Hotel aquel desliz y pude continuar faltando a clases, tenía pesadillas en que me descubrían, que me enviaban un miliciano de los que me solía detener por hacer travesuras en el Hotel y averiguaba que no había ido a clases en los últimos meses, se lo contaban a mi padre que estaba preso en Argentina pensando que nos estábamos formando como buenos revolucionarios y le causaba un disgusto; me despertaba transpirando y lo volvía a hacer con más ahínco.
Entonces fue que Carlitos me invitó a la primera fiestecita con música lenta de noche y me presentó a Moraima, que me tenía fichado, a mí me venía bien cualquier cosa para dar mi primer beso, que solamente lo había podido casi saborear en la persona de alguna prima o la hermana de algún amigo del Hotel a hurtadillas, robado en un trance de algún juego. Fue la primera vez que toqué pechos, los sobé, los apreté con fruición, difícil olvidar aquella emoción, me entusiasmé bailando con la entrepierna de Moraima, el vaquero fue áspero, por suerte ella tampoco sabía mucho de nada, ya que yo solo había besado mi antebrazo practicando con un morreo prolongado.
Carlitos ya había “apretado” alguna vez y hablaba de ello como de algo muy especial, desde aquel día comprobé que en efecto era mágico, incluso hoy pienso que el placer de ciertos besos en posición de pie, estando vestidos, pudiendo permitirse alguna licencia como acariciar los senos o tocar el sexo por encima de la ropa pueden ser momentos exquisitamente tensos, para aquellos y otros blue jeans menos acartonados.
Después de esa ocasión estuve como dos años sin apretar, pero me servía de aquella experiencia que se enriquecía con el aporte de la imaginación cada vez que la sacaba a pasear en los relatos varoniles, para el simple recuerdo o para las mullidas memorias noctámbulas. Carlitos me había hecho un favor impagable, lo probó el tiempo que debió transcurrir hasta que pude acceder por propios medios al área íntima de otra chica. Los cuatro meses siguientes ya que no podía ir a su casa me iba al zoológico de El Nuevo Vedado y llegué a hacerme amigo de un chimpancé que tendría mi edad, era mi alter ego. Llegué a tener una gran amistad con ese animal, el cuidador me permitía acercarme hasta la jaula y pasábamos horas mirándonos e intercambiando las galletitas para monos que yo le daba y las medias naranjas que él me convidaba, se podía hablar con él sin tapujos, desde la una hasta las cinco había muy poco público. Entonces, además de la realidad del hotel, la de la calle y la escuela incorporé una tercera, las rejas del mono estaban también en mi cara. Aquel preso no hacía reproches por conducta poco revolucionaria.
Ronnie tenía dos años menos que nosotros pero nos sacaba media cabeza. Una tarde que me había visitado Carlitos y que había conseguido en la administración que le diesen un pase que no permitía entrar a restaurantes pero sí estar por el Hotel, Ronnie quería jugar a las escondidas en el Salón de los Embajadores, que estaba restaurándose y era inmenso, repleto de recovecos. Yo estaba entre la costumbre de seguir a mis amigos del hotel en los juegos aún infantiles, y el pudor que me daba con Carlitos ya que dados sus hábitos suponía que consideraría aquello un poco ridículo. Pero él mismo se enchufó y se entusiasmó de tal manera que llamamos a otros muchachos.
En una ocasión le tocó a Carlitos buscar, Ronnie y yo habíamos subido por una escalera de cabillas de hierro incrustadas en la pared dentro de un agujero con paredes de cemento. Estaba oscuro en lo alto y al acercarse, Carlitos se persuadió de que arriba había gente y empezó a decir nombres al azar para ver si adivinaba, lo cierto es que si acertaba no había manera de ganarle corriendo hasta la base, así que había que intentar que subiese hasta arriba y saltar del agujero al mismo tiempo que él para tener una chance. Comenzó a subir y de repente dijo el nombre de Ronnie. Y cuando comenzó a bajar, yo vi como le caía un líquido sobre él y al girar la cabeza buscando a Ronnie, vi que había pelado la habichuela y estaba orinando a mi amigo de afuera del Hotel en la cabeza, mientras Carlitos decía- -Oye que mal perder tienes, no me eches agua que me estás empapando!. Entonces, aguzó el olfato y el tacto y se dio cuenta de que no era agua, yo reprendí a mi amigo del Hotel que reía a carcajadas y bajé inmediatamente a contener a Carlitos, eso para él era un asunto muy serio, en Cuba cualquier líquido en la cara que no fuese agua o ron podía saldarse con más que una buena pateadura, ¿pero una meada?, por una meada hasta yo habría sido capaz de soltar los puños.
A duras penas conseguí llevarme a Carlitos abajo, rogándole que no formase lío ya que encima llevaba las de perder. Lo acompañé hasta su casa y no dejé de escucharlo decir que lo buscaría por todos lados y le metería con un bate de beisbol, con una cabilla, con una chaveta, en fin estaba hecho un basilisco, y aunque Ronnie lo había hecho en broma yo había visto a Carlitos en la escuela fajarse con una pandilla y empatar la bronca. Provenían de sitios irreconciliables como el Hotel y la Ciudad, pero eran mis amigos.
Cuando regresé al Hotel lo fui a buscar al piso 19 y me dijo que lo sentía mucho, que fue un impulso y que iría a pedirle perdón, le dije que encima si había bronca culparían al cubano, me dijo que no, que él diría lo que pasó, Ronnie era muy noble, puro corazón pero ese día había perdido un tornillo.
A los pocos días, llevé a Carlitos al Hotel nuevamente para que sellaran las paces, pasamos el día charlando y esa tarde hasta fuimos a comer los tres a la cafetería, nadie nos dijo nada, ni la camarera ni el capitán, nadie molestó aquella ocasión.
La semana pasada mi hijo pequeño me preguntó si yo había tenido amigos que ya estuviesen muertos, íbamos caminando por la cima de un monte, un viento fresco me dio en la cara y recordé cuando regresé de Argentina a Cuba a los 22 años y fui a buscar a Carlitos a su casa, entonces la madre, el padre y el hermano me dijeron: Si quieres verlo ven con nosotros ya mismo, porque le quedan dos o tres días. Y en el camino al oncológico me contaron que había desarrollado un tumor bestial en los pulmones, y que le habían amputado un pulmón, un brazo, un omoplato, una clavícula y ya habían desistido.
Entré en la sala y lo vi en la cama, me recibió con una sonrisa, no recuerdo lo delgado que estaba ni su estado gravísimo, sino su ánimo, me abrazó al borde de la cama y me dijo: “Martín tú me ves así, pero cuando salga de aquí formamos una fiesta, yo voy a seguir tocando el piano con el brazo que me queda, incluso mejor ¡y tú verás que las muchachitas se van a volver locas con nosotros!” Pasé una hora con mi amigo que estaba lleno de vida, los ojos le brillaban y su voz era fuerte, a un paso de la muerte no estaba rendido. Salí de aquel cuarto vacío y en efecto cuando regresé a su casa al cabo de una semana ya había fallecido.
Hace dos años mientras recordaba algún pasaje del Hotel habana Libre, me dio por buscar a mi amigo Ronnie por enésima vez pero esta con la ayuda de Internet, cosa con que otrora no se podía contar. Le había perdido la pista hacia el año 1978 cuando había regresado a los Estados Unidos, ya que el padre había preferido enfrentar la prisión y que la familia viviese en su tierra y varias veces había intentado saber que habría sido de su vida.
Me enteré de que habían matado al padre en extrañas circunstancias y que posiblemente Ronnie habría presenciado quien había sido. Un par de años más tarde cuando estaba por celebrarse el juicio del presunto asesino de su padre Huey, unas pocas horas antes de declarar, mi amigo Ronnie, quien desde los diez años en el Hotel, para poder quedarse hasta más allá de las siete de la tarde jugando con los demás muchachos hacía los cuarenta largos de piscina que el padre le ponía de condición, apareció ahogado en la orilla de un lago cercano al lugar del juicio. Lo supe diecinueve años después de los hechos.
-Sí- le dije a mi pequeño vástago- se llamaban Carlitos Cecilia y Ronnie Newton.
Y entonces recordé el día del juego de las escondidas. Y el Habana Libre, y la fiestecita con Moraima, los chicles norteamericanos y las tortillas de carne rusa y me acordé de aquel chimpancé que, cuando nos encontrábamos, no se sabía a cuál de los dos resguardaban más las rejas.
Quien también fue un buen amigo y tal vez continúe con vida.
Fuente: http://america.infobae.com/
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