EL MALECONAZO. Por: Iliana Curra.
Una tensa situación en la isla provocada por el hundimiento del remolcador “13 de Marzo” y el continuo secuestro de lanchas de pasajeros que cubrían viajes entre el ultramarino pueblo de Regla y La Habana, terminó en una manifestación espontánea y violenta por parte de jóvenes que, cansados de soportar al régimen castrista, se lanzaron a las calles habaneras para demostrar sin reparos la frustración que los ahogaba. Fue el 5 de agosto de 1994. Un verano caliente con los acostumbrados apagones. Hacían ya 14 años del masivo éxodo del Mariel, y la presión política y social estaba a tope nuevamente. Se desbordaba. El secuestro de una lancha de pasajeros fue la primera chispa que brotó para activar en la población el deseo de abandonar el “paraíso” de Fidel Castro. Los “hombres nuevos” formados por la revolución, siempre con su mirada al norte, abrigaban la esperanza de la huída. No importa cómo, ni en qué condiciones. La cosa era huir de la patria que nunca les proveyó libertad. La serie de secuestros de las naves marítimas animó a la gran mayoría descontenta de la isla, especialmente en la capital, y una concentración en el área del malecón no se hizo esperar. El rumor de un éxodo era suficiente para que los ánimos se caldearan y la adrenalina brotara por los poros. Parafraseando al escritor pro castrista, Lisandro Otero, se rebosó “la justa cólera de los martirizados”. La policía política, tratando de controlar a las delirantes masas que se estacionaban en el área, intentó desviarlas, y con sus perpetuas culpas al imperio, pretendió inútilmente encaminarlas frente a la Sección de Intereses de los Estados Unidos. Pero las cosas no le salieron bien esta vez. La manipulación no fue posible, y la juventud, enardecida y violenta, arremetió contra todo lo que significaba desigualdad social. Los cristales del hotel Douville y de cuantas tiendas que vendían en dólares en la céntrica Habana fueron destruidas en cuestión de pocas horas. Las calles fueron tomadas por jóvenes y adolescentes que, ansiosos de libertad para expresarse, hicieron barricadas con los contenedores de la basura, y de los viejos edificios tomaban pedazos de repellos que servían como proyectiles para lanzar contra la policía que los reprimía brutalmente. Los arrestos fueron masivos y La Habana se convirtió en un caos. Llegué al área del Malecón cuando aún quedaban brotes de protestas. Unos muchachos del barrio que habían participado en ellas me comunicaron lo que estaba sucediendo, y sin pensarlo dos veces, me dirigí en mi bicicleta china al área del conflicto. Era algo parecido a una película. Nunca antes había visto tanta exaltación en la gente. Mucho menos un enfrentamiento masivo contra las fuerzas represivas de un régimen que aplasta todas las libertades civiles del pueblo cubano. Pude ver a innumerables jóvenes esposados y conducidos por grandes cantidades de policías que, al pasar cerca de los balcones de edificios aledaños, eran confrontados por otros muchachos que les gritaban: “¡asesinos!”, “¡esbirros!”, y la frase más coreada era: “¡libertad!”, “¡libertad!”. Era como el desahogo masivo de gentes que por años guardaban dentro de sí el enorme deseo de ser libres. Una libertad que nunca habían conocido. La represión no se hizo esperar, y el régimen lanzó a las calles turbas paramilitares compuestas por la brigada Blas Roca Calderío, constructores devenidos en porristas de un sistema que los explotaba al máximo en su trabajo. Los agentes de la Seguridad del Estado, vestidos de civil, aparecieron fotografiados en periódicos internacionales con sendas armas apuntando a la población indefensa. La policía pateó a cuanto joven capturaba y los disparos de sus pistolas intentaban controlar una situación que hubiera sido el final de una dictadura que se resiste a perder el poder aunque tenga que masacrar a todo un pueblo. Jeeps de asaltos con ametralladoras de 70mm recorrieron las calles habaneras, incluyendo barrios lejanos al Malecón. Esta demostración de fuerza y clara amenaza contra la población no me dejó dudas de que dispararían en el momento en que llegara la orden por parte de la alta jerarquía de la tiranía. Más aún, la orden estaba dada. Miles de jóvenes fueron encarcelados en prisiones de extremo rigor como Kilo 8 en Camagüey, y la represión se acrecentó al máximo contra los opositores pacíficos, culpándolos del desorden creado en una Habana enardecida y caliente. Los arrestos fueron masivos y apenas muy pocos quedaron en la calle para denunciar lo que sucedía. Las líneas de teléfonos al exterior fueron interrumpidas y solo las imágenes de periodistas acreditados en la isla pudieron ser vistas por ojos espantados de cubanos en el exilio que carecían de la información necesaria. El resultado fue, una alta cifra de prisioneros, innumerables arrestos y una válvula de escape llamada éxodo masivo que inundó las aguas del norte de La Habana, teniendo que ser desviado hacia la Base Naval de Guantánamo por guardacostas norteamericanos hasta su posterior pacto migratorio que determinaría quién tiene los pies secos o mojados. Castro “limpió” el campo y muchos de los opositores que nos quedamos fuimos a parar a prisión poco tiempo después. Pero el “Maleconazo” fue un espantoso grito desde la oscuridad. Un descubrimiento interno de cada joven de encontrar la libertad que no había conocido desde que nació Fue el escape de la desesperación permanente dentro de cada cubano reprimido. Es una lástima que no supimos encausarlo debidamente. Nos faltó nivel de convocatoria, espontaneidad y experiencia política...No obstante, otro “maleconazo” todavía pudiera estar pendiente.
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